miércoles, 26 de noviembre de 2014

Recorres la habitación de un extremo al otro, sin parar ni un segundo, sin ser consciente de lo que pasa, totalmente en blanco. La recorres una vez tras otra, mientras en tu cabeza sólo aparece un pensamiento, único y persistente, ese que ya no te abandona ni en sueños, esa angustia permanente que te oprime el pecho como una pesada losa, recordándote todo el tiempo la realidad, sin dejar que te evadas ni un solo segundo.

Pese a eso sigues adelante, sonriente, luchando contra algo que intenta hundirte. Tal vez por eso ha dejado de importar ya lo que digan los demás, lo que piensen o lo que susurren a tus espaldas cuando te ven pasar, tu lucha interna es más importante que lo que dos, cuatro o diez idiotas opinen sobre ti, sabes cómo eres y al fin te sientes a gusto, lo aceptas, lo asumes sin más, tienes cosas más importantes en las que pensar que los comentarios absurdos de personas necias que tal vez sólo hablen desde su envidia y no tengan siquiera el valor de decirte las cosas a la cara, personas que sólo saben apuñalar sigilosamente por la espalda, mientras no puedes verlos, personas cobardes.

Entonces levantas la cabeza y caminas con ella bien alta, y cuando te ven te señalan insinuando que está mal, porque en esta sociedad se pisotea a las personas, se las hace añicos hasta lograr que caminen con la mirada fija en el suelo y arrastrando los pedazos que les quedan de autoestima, incluso ocultándolos para que nadie los considere nada, para ser simplemente invisibles, para dejar de escuchar esos susurros que te taladran los oídos y se repiten una vez tras otra en tu cabeza. Susurros sin sentido de personas que se suben la autoestima bajándosela a los demás, hundiéndolos. ¿Vas a dejar que te hagan lo mismo? Tú vales más que unos ridículos susurros a tu espalda.



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